“Conociendo el modus operandi de los llamados ´grupos de tareas´ que secuestraron a decenas de miles de argentinos entre los años 1975 y 1983, el caso de mi hermano podría decirse sin lugar a dudas que fue atípico.

Antes de relatar el secuestro, comentaré algunos aspectos de la personalidad de Guyo. Él era deportista, profesor de educación física, militante político comprometido hasta los huesos y un tipo simpático, cariñoso y muy generoso, y todos estos aspectos los integraba en una forma de ser, una forma de vivir.

Años antes, cuando todavía no había empezado a estudiar educación física, era instructor en diversas instituciones judías, docente querido por sus compañeros y alumnos, tenía una ideología de la vida cotidiana que incluía berretines, cosas que se le metían en la cabeza y que no paraba hasta lograrlas. Por ejemplo la cámara de fotos; él era generoso, ya lo dije, y se podía quitar un abrigo para dárselo a un desconocido que estuviera pasando frío, pero la cámara de fotos no la prestaba a nadie.

Otro de esos berretines fue comprarse un reloj de la marca Omega, un reloj que había visto en un catálogo y que no se había importado a la Argentina. Trabajó duro para juntar el dinero que necesitaba para comprarlo, incluso estuvo descargando bultos para juntar dinero, hasta que lo logró, no sin diversos inconvenientes que no relataré para no extenderme excesivamente, pero que resumo diciendo que la compra no resultó sencilla y que finalmente lo consiguió a través de una persona que viajaba a Suiza.

Llevaba el reloj día y noche, se lo quitaba para la ducha y se lo volvía a poner, y acabó siendo como una marca de él, era parte de su gesto, sacudía la muñeca con el reloj medio suelto que bailaba en ella.

El día que lo secuestraron, en la casa donde vivía con mis padres, él no estaba cuando vinieron a buscarlo. Había ido a jugar un partido de fútbol a Hebraica. Cuando llegó lo estaban esperando, le dijeron que eran policías y que los tenía que acompañar; él pidió ir al baño y el que dirigía el operativo se negó, a lo cual mi padre protestó diciendo que cómo no lo iba a dejar… que lo acompañaran al baño si querían. Increíblemente el secuestrador lo acompañó al baño, le permitió cambiarse de pantalón y hasta le dijo que se llevara una manta porque en la comisaría no tenían suficientes. Cuando estuvo listo, uno de los secuestradores dijo que se llevaría la máquina de fotos, a lo que ni Guyo ni mis padres se opusieron.

En el momento de salir, mi padre le dijo a Guyo que dejara el reloj, porque en una comisaría… Mi hermano se lo entregó, mi padre se lo puso en la muñeca, y ya no se lo volvió a quitar.

Al marcharse, mi padre les preguntó a dónde tenían que ir a preguntar por Guyo, y le contestaron que fuera a la comisaría, pero no esa noche sino al día siguiente.

Cuando lo hizo, allí le dijeron que tenía que ir al Departamento Central de Policía, y allí fue mi padre. En el hall de entrada se cruzó con uno de los secuestradores, y al verlo se le acercó, pero el tipo lo esquivó deliberadamente y mi padre, pensando que si lo abordaba con insistencia estaba perjudicando a Guyo, lo dejó ir. Nunca más supimos nada de él.

Sin tener nosotros conciencia de la descomunal maquinaria genocida que se escondía detrás de cada secuestro, pensando que todos los desaparecidos de los que ya oíamos hablar estarían detenidos en cárceles secretas, creíamos que un día u otro volveríamos a tener noticias de él. Mi padre continuaba llevando el reloj en la muñeca, esperando poder devolvérselo.

Pocos meses después del secuestro de Guyo, viendo lo que pasaba en el país y temiendo por la seguridad de mi esposa, de mi hijo y la mía, decidimos exiliarnos.

Dos años después del secuestro, en 1978, vivíamos en Barcelona y mi madre vino a visitarnos. Mientras tanto, mi padre se había quedado en Buenos Aires trabajando. Siempre lo hicieron así durante la dictadura, nunca se iban los dos, porque siempre pensaban que podía sonar el teléfono y que fuera él.

Mientras mi madre estaba en Barcelona, una tarde al salir del trabajo a mi padre lo asaltaron dos ladrones. Él intentó evitar entregarles el reloj, pero la insistencia violenta de ellos le obligó a dárselos. La preocupación de mi padre, además del dolor por lo que implicaba, era pensar que si mi madre notaba su ausencia al volver de España, lo interpretaría como una “señal”, algo terrible que le podría haber pasado a Guyo, quizás la señal de su muerte. Por eso, al día siguiente, se abocó a comprar otro reloj igual. Sin conseguirlo en su relojero habitual, fue con el catálogo que guardaba de Guyo al distribuidor oficial de la marca Omega en Buenos Aires. Pero tal como dije antes, ese modelo, con esos colores, no se había importado a la Argentina.

Al verlo tan desesperado y buscando alguna solución, los de Omega le ofrecieron un reloj similar, también con carcasa inoxidable, pero con los colores a la inversa: centro del cuadrante blanco, banda azul y banda blanca exterior.

Creo relevante explicar que mis padres no eran gente adinerada, mi madre era empleada administrativa y mi padre trabajador en una industria textil; comprar un reloj Omega, y más en aquella época, era un esfuerzo económico importante para ellos. Mi padre no lo dudó, lo compró y comenzó a utilizarlo como si del original se tratase.  Mi madre volvió de España y no notó el cambio.

Pasaron dos años. En 1980 un día el reloj se detuvo. Mi padre volvió al mismo relojero del barrio al que había acudido la primera vez en busca de un reloj semejante, para pedirle que lo arreglara. Al entrar en la joyería, mi padre vio que el muchacho que le precedía tenía el reloj de mi hermano ¡el reloj de Guyo! ¡no había duda,  porque ese reloj no se había importado a la Argentina!

Mi padre era una persona con una capacidad de autocontrol importante, y sabiendo que si gritaba el muchacho podía salir corriendo, mi padre se aguantó hasta el momento en el que el relojero, detrás del mostrador, tuvo el reloj en sus manos. Entonces se puso a gritar, fuera de sí: ´¡ese reloj es robado! ¡ladrones! ¡ladrones! ¡llamen a la policía!´ El muchacho que acababa de entregar el reloj, salió corriendo y desapareció.

El joyero le dijo a mi padre que, aun conociéndolo desde hacía muchos años, no podía entregarle el reloj si no demostraba que era suyo. Pero mi padre conservaba no sólo la documentación que mi hermano había guardado, sino hasta la copia de la denuncia del robo. Fue hasta su casa y volvió con ella, y el número de serie era el mismo. Es así como conservamos ´los dos omegas de Guyo´"

* Testimonio de Silvio Sember enviado por correo desde Barcelona, España. Fechado el 30 de julio de 2010. Silvio es el hermano de Gregorio Marcelo Sember.